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Lo impredecible

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El País

Hugo Fontana

PARECE SER que la expresión "gran novela americana" fue acuñada en la segunda mitad del siglo XIX por el escritor John William De Forest. Y también parece ser que desde entonces todo gran narrador estadounidense, si de ello quiere preciarse, viva enfrentado a la condena de escribirla. Toda época tuvo sus formas y sus firmas: Moby Dick, de Herman Melville; El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald; cualquiera de las majestuosas novelas de William Faulkner; Viñas de ira o Al este del paraíso, de John Steinbeck; El cazador oculto, de Salinger; En el camino, de Jack Kerouac; A sangre fría, de Truman Capote; El sueño americano, de Norman Mailer... La lista podría engrosarse con otros nombres (James, Dos Passos, Caldwell, Bellow, Pynchon, Updike, DeLillo...) y hacerse interminable: sucede, simplemente, que esa tan mentada "gran novela" jamás se terminará de escribir pues está compuesta por todas y cada una de las mencionadas. De ellas se alimenta y a ellas va sumando cada tanto un nuevo opus que la multiplica, la mejora y la hace más exigente.

Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) ha agregado su granito de arena cerrando -en apariencia- una trilogía de más de 1.700 páginas, que dio comienzo en 1986 con El periodista deportivo, continuó en 1995 con El día de la independencia (única novela en la historia que ganó simultáneamente los premios Pulitzer y PEN/Faulkner) y que se completa ahora con Acción de gracias.

En las tres el narrador y protagonista es Frank Bascombe, un hombre nacido el mismo año y en el mismo estado sureño que Ford, y con una carrera que se desarrolla, al igual que la de su autor, en el este, más precisamente en las costas atlánticas de Nueva Jersey. Hace más de veinte años, Bascombe era un periodista deportivo con ínfulas de escritor: había publicado un libro de cuentos sin ningún éxito, a no ser el de haber vendido una de las historias para ser llevada al cine, proyecto que finalmente no se concretó pero que le permitió comprar la casa donde vivió con Ann, su primera esposa y madre de sus tres hijos: Ralph, fallecido a los 9 años, Clarissa y Paul. En aquel entonces Bascombe se enfrentaba a un doble duelo: el de la muerte de su hijo -la tumba del niño estaba ubicada a pocos pasos de aquella casa, a espaldas del protagonista- y el de la casi inmediata separación de Ann. Hombre atribulado, confundido, por momentos parecía alguien encerrado en una habitación demasiado pequeña para sus necesidades, golpeándose una y otra vez contra las paredes sin hallar la puerta de salida. Sin un lugar en el mundo, su debate por reasentarse lo hacía sentirse permanentemente a la deriva, andar de un lugar a otro sin dejar la menor huella, transformado en un ser casi invisible.

Pocos años más tarde decide cambiar súbita y radicalmente de actividad, introduciéndose en el mercado de las transacciones inmobiliarias. Así lo encontramos en la segunda de estas novelas, mostrando a uno y otro potencial comprador la casa de sus sueños o, al menos, el lugar donde pasar una o la última temporada de sus vidas, en tanto él se apronta para compartir un día -el 4 de julio, día de la Independencia de Estados Unidos- con su hijo Paul. Obvio que los resultados afectivos del fugaz y furtivo paseo con el adolescente son desastrosos, incluyendo un accidente con una pelota de béisbol que da de lleno en el rostro del muchacho, produciendo una nueva conmoción con su ex esposa, con su rol de padre, con su mundo personal.

Pero Ford dejó pasar más de diez años en la vida de su héroe. Esperó pacientemente que Bascombe se enriqueciera, que se comprara una estupenda casa sobre las orillas de Sea-Clift, un exclusivo -e inventado- balneario de Nueva Jersey, y que se dispusiera a pasar el día de Acción de Gracias -el segundo feriado en importancia- de 2000 con sus hijos ya mayores.

Realismo exhaustivo. La vida ha llevado a Richard Ford por innumerables residencias junto a su esposa Kristina Hensley, a quien conoció siendo estudiantes y con quien se casó hace 40 años. Buena parte de su adolescencia la pasó junto a sus abuelos en Arkansas, debido a la precaria salud de su padre, quien falleció de un infarto cuando Richard tenía 16 años. Vivió un tiempo en Oaxaca, México, ciudad donde transcurre la historia de una de sus primeras novelas, La última oportunidad (1981); también lo hizo en París, en California, y actualmente reside en Maine. "Me agradan las casas por varias razones; por un lado soy una persona que no tiene Dios", le dijo a la periodista argentina Paula Varsavsky para un reportaje publicado hace dos años en el diario La Nación, cuando él ya había terminado de escribir Acción de Gracias. "Me interesa la forma en que la gente encuentra refugios, en que se acomoda durante el pasaje por la vida. Disfruto del aspecto de las casas, de su estética. Mi padre, cuando era chico, se crió en Arkansas. Hacia fines de la década del cuarenta, compró una casa donde vivimos hasta mediados de los años cincuenta. Siempre quería una mejor. Los domingos recorríamos barrios buscando casas. Asocio eso con algo bueno". Ello debe de haber sido decisivo a la hora de transformar a Bascombe en agente inmobiliario. Como su personaje, también Ford se desempeñó, tras el fracaso comercial de sus dos primeros libros, como periodista deportivo en una revista neoyorquina, hasta que la misma dejó de editarse y él fue despedido. Antes había sido integrante de la Armada estadounidense, obrero en la construcción del ferrocarril de Arkansas, maestro de escuela, y frustrado estudiante de Derecho.

Su carrera literaria empieza con la publicación de Un pedazo de mi corazón (1976), novela formalmente compleja, intrincada, cuyo título recuerda una de las más famosas canciones interpretadas por Janis Joplin, y se centra en el encuentro de dos hombres en una isla del Mississippi, uno de ellos tras los pasos de una mujer, rodeados de una inusitada violencia. Este primer libro, como Acción de Gracias, también está dedicado a Kristina, cuyo nombre aparece lacónico, sin preposición.

En La última oportunidad también hay un trío y la acción se desarrolla fundamentalmente en Oaxaca, a donde llega un hombre con la intención de sacar de la cárcel al hermano de una mujer que ama: los resultados no son buenos, todo está contaminado por una agresividad constante, el escenario siempre es peligroso, la miseria y lo sórdido van de la mano a lo largo de toda la historia. Una envolvente fatalidad, al mejor estilo de los personajes de James Cain, atrapa a hombres y mujeres de estos dos libros, los determina, los condena.

Pero Ford y sus lectores deberían esperar cinco años más para la primera gran novela: El periodista deportivo es un éxito de crítica y ventas, y coloca a su autor en la primera fila de las letras yanquis. Es entonces cuando la crítica intenta ubicarlo en una y otra corriente literaria: se le atribuye condición de minimalista, se lo emparenta con el realismo sucio de Raymond Carver y Tobías Wolff. Poco tiempo atrás el crítico español José María Guelbenzu lo ubicó dentro de lo que llama "realismo exhaustivo", una imagen bastante acertada, aunque Ford siempre se ha negado a cualquier imputación, sosteniendo desde hace muchos años que lo único que hace es intentar que las cosas que escribe "digan algo que no se ha dicho todavía y que quede claro que esto es lo que me interesa. Pero, en términos de estilo, yo creo que escribo novelas y cuentos tradicionales. Y me parece que lo mismo sucede con otros escritores de mi generación".

El mundo de los mayores. Un lector desprevenido podría pensar que en Ford hay dos escritores distintos: uno, el de la trilogía que nos convoca, de lenguaje barroco, atiborrado, cargado de precisos adjetivos, y donde la acción real sucede en no más de dos o tres días, más allá de que minuto a minuto Bascombe repasa con lujo de detalles algunos episodios que lo obsesionan, y los libros que fue publicando al mismo tiempo: Rocks Springs (cuentos, 1987), Incendios (novela corta, 1990), De mujeres con hombres (colección de tres relatos largos, 1997) y Pecados sin cuento (cuentos, 2002). Hay en estos cuatro un lenguaje mucho más sencillo y económico; sus protagonistas parecen filosóficamente más accesibles; muchos de los narradores son adolescentes que descubren, a veces sin querer, siempre sin el deseo de hacerlo, cómo funciona el mundo de sus mayores, es decir el mundo.

Ya el muchacho de Incendios, que debe ser testigo de una relación adúltera de su madre en tanto su padre, jugador y profesor de golf, marcha de bombero voluntario a apagar un fuego que parece rodearlo todo; ya el muchacho que realiza un largo viaje en tren con su tía -simbólicamente iniciático, jamás explícito- del cuento "Celos" de De mujeres con hombres; ya la muchacha que huye de su casa en un recorrido sin esperanzas, del cuento "Niños" de Rocks Springs, todos ellos parecen ser señales de alarma un paso antes de darse de bruces contra la madurez. Y los adultos que protagonizan el resto de los relatos, en particular los de Pecados sin cuento, son aquellos adolescentes que, una vez inscriptos en el mundo de las instituciones -el trabajo, el matrimonio, la familia- deben enfrentarse a conductas que violan o deterioran todos los pactos que alguna vez hicieron para institucionalizarse en la vida. Entonces el desamor, la debilidad de los vínculos, el reinado casi permanente, perseguidor, perseverante del adulterio.

Pero uno y otro escritor son el mismo. Las diferencias en el tono y en el manejo del lenguaje son eficazmente ciertas, pero no hacen otra cosa que hablarnos de la ductilidad de Ford, de su capacidad de cambiar de instrumento -la palabra siempre, pero trabajada de modo diferente- según el protagonista de turno. En ello cobra particular importancia la narración en primera persona, estrategia casi excluyente de los escritores de su generación, tentado a etiquetarlos decididamente de minimalistas. Es cierto que en esos cuatro títulos hay una pluralidad de escenarios y épocas, una multiplicidad de miradas que sin embargo conducen casi siempre a lo mismo, y que en el relato de Bascombe ambientes y tiempo parecen a primera vista estancados, como si se pudiera citar aquellos versos de Jorge Luis Borges: "la vida es corta/ y aunque las horas son tan largas"; y es que justamente en esa breve extensión de lo inmediato es donde pueden ocurrir cosas que, para ello, necesitarían la amplitud de toda una vida.

Un hombre feliz. La historia da comienzo dos días antes del jueves de Acción de Gracias de 2000, en tanto en la Florida están recontando los votos que, tras poderosas sospechas de fraude, le darán la victoria al Partido Republicano y llevarán a la Casa Blanca a George W. Bush. Bascombe tiene entonces 55 años, adhiere al Partido Demócrata, padece un cáncer de próstata que se ha tratado en la Clínica Mayo con semillas de yodo radioactivas recubiertas con cápsulas de titanio, ha sido abandonado por Sally, su segunda esposa con quien había vivido los últimos diez años, y ha entrado en lo que él mismo llama su Período Permanente, un estado de la vida que nunca termina de aclarar a fondo, pero que suena como una suerte de meseta que solo acabará con la muerte.

La novela tiene una breve introducción donde Frank reflexiona acerca de un caso del que se ha enterado por la prensa: en una escuela de enfermería uno de los estudiantes, Don-Houston Clevinger, entra a un salón de clase con una pistola Glock 9 mm. en la mano. Enfrenta y apunta a la profesora Sandra McCurdy, una serena mujer de 46 años, en tanto la interpela: "¿Preparada para reunirte con tu Hacedor?". "Sí. Creo que sí.", le contesta ella, con lo que "el tal Clevinger la mató de un tiro, se volvió despacio hacia los perplejos aspirantes a enfermeros y se metió un balazo más o menos en el mismo sitio". Frank se plantea una y otra vez esa misma pregunta; quizá la novela entera tenga como escenario de fondo esas palabras que ponen a un individuo frente a la posibilidad cierta de dejar el mundo donde vive y que lo obligan a hacer un balance de las cosas hechas y de las que le falta por hacer.

En esos meandros se encuentra cuando en la mañana parte de su casa rumbo a Haddam, la ciudad más próxima a Sea-Clift, donde espera concurrir al velatorio de un viejo conocido, encontrarse con dos o tres amigos y mantener una reunión con Ann, la madre de sus hijos. Lo acompaña el empleado de su inmobiliaria, Mike Mahoney, un tibetano que reside desde hace bastante tiempo en Estados Unidos y que se ha adaptado culturalmente de un modo que a Frank le resulta entre admirable y cómico. El pensamiento continuo de Bascombe parece asentarse en la descripción de rutas, carreteras, calles que va atravesando en su automóvil, en algunos comentarios azarosos que Mike elabora, en la evocación permanente y entrecortada que lo lleva de un lado a otro de la vida y lo hace detener una y otra vez en algunos sucesos, en algunas personas, en algunos lugares que lo refieren de modo equívoco, impuntual.

A todo ello, no sin cierta ansiedad espera la llegada de su hijo Paul, con quien no se lleva del todo bien, que vive en la lejana Kansas como creativo de una empresa de tarjetas de felicitaciones -trabajo que Frank sordamente desprecia-, y que se ha ennoviado con una mujer a la que le falta una mano, y de Clarissa, con quien mantiene una relación de atolondrada cercanía. Ella, lesbiana, había abandonado a Cookie, su bellísima compañera, para viajar junto al padre a la Clínica Mayo cuando éste va a tratar su cáncer prostático, y permanece junto a él en el período de convalecencia. Frank se sorprende cuando tras hablar con Ann, ella amaga invitarse a la reunión familiar y deja entrever que le gustaría volver a vivir con él, y más se sorprende cuando no puede negarse de plano a ese planteo que lo incomoda profundamente.

El día siguiente no es menos intrincado. Sigue en su auto atravesando autopistas, intenta alguna venta, se reúne con Wade, un viejo amigo y padre de una de sus antiguas novias, para ver cómo demuelen un destartalado hotel en las afueras. Desearía que Sally lo llamara o le enviara una carta desde algún lugar de Inglaterra adonde desde agosto se fue a vivir con su primer marido, un individuo al que daban por desaparecido en Vietnam treinta años atrás pero que se presentó en casa de sus padres unos pocos meses antes, impactó el corazón de la mujer, estuvo viviendo algunos días en la residencia de Sea-Clift y obligó emocionalmente a que Sally se despidiera de Frank. Va y viene, siempre atosigado por súbitos deseos de orinar, se toma a golpes de puño en un bar con un desconocido, bebe hasta emborracharse en otro que resulta ser punto de reunión de mujeres lesbianas, intenta ordenar su caótico y débil interior. Después de todo, Frank Bascombe no es otra cosa que un hombre feliz.

Lejos de su vida. "Las buenas novelas no son autobiográficas. Si escribes una novela autobiográfica estará confinada, limitada por lo que tú eres", declaró Ford en una reciente entrevista aparecida en el suplemento Babelia de El País de Madrid, ante la insinuación del periodista de que escritor y personaje tienen demasiados puntos en común. "...Yo no tengo dos ex mujeres, ni hijos, no soy agente inmobiliario, no he ido a la universidad de Michigan. (...) Le diré mi concepción de lo que es una buena novela: una buena novela es la que utiliza la imaginación para provocar en el lector que experimente lo impredecible. Y eso sucede cuando el escritor imagina cosas que están muy lejos de su propia vida cándida".

Y más allá de que Richard y Frank hayan compartido el oficio de periodista deportivo, de que ambos sean sureños y tengan la misma edad, de que hayan votado a los demócratas -Ford ha confesado que si bien ya no se siente integrante del partido, eligió en las internas y en las nacionales a Barak Obama-, quizá no sean la misma persona.

Lo cierto es que Ford ha escrito el mejor de sus libros, una verdadera joya no solo como broche de oro a su trilogía sino también dentro de lo que es el panorama narrativo yanqui de estos días. Acción de Gracias tiene momentos formidables, como por ejemplo la larga conversación que mantienen Bascombe y su hija en el momento de su intervención médica, como en los tramos que conciernen a la despedida de Sally, como en el encuentro con el patético anciano que resulta ser Wade, como en el arribo de su hijo Paul y su novia Jill. Llega un momento en que la lógica con que el narrador asume su estancia en el mundo invade de tal manera al lector, que las páginas son como una potente luz que enceguece y obliga a largos minutos para permitir recobrarse.

El discurso de Bascombe abarca también a una miríada de referentes culturales que hacen a un país, a una identidad, a un sentido de interpretación. En ese aspecto, es necesario destacar las virtudes de la traducción, aclarando decenas de veces nombres citados, tendencias de comportamiento, fechas específicas, que ayudan a la comprensión de la psicología de un individuo y de las características de una historia colectiva. A ese enorme y lujoso saco de la gran novela americana, comparable con Vineland, de Thomas Pynchon y Submundo, de Don DeLillo, va a ocupar su sitio este magnífico libro.

ACCIÓN DE GRACIAS, de Richard Ford, Anagrama, Barcelona, 2008. Distribuye Gussi. 731 páginas.

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